lunes, 2 de marzo de 2009

Se mueven los imanes.

Me pasó una de esas cosas por las que a veces uno cree que algo o alguien mueve unos imanes debajo del suelo para controlar los clavos de nuestros zapatos, o que simplemente las coincidencias siempre están a la joda de la coherencia.
Al Carlos en el que se basa el cuento del hormiguero tenía sin verlo unos 8 años, creo. Crecimos juntos escalando árboles, inventando tirafichas, haciendo logias excluyentes y de algún lado habré obtenido la idea de niños que comen hormigas.
Ya tenía varios días con su recuerdo en la cabeza, desde que se me ocurrió el cuento hasta que lo terminé y lo subí al blog, justo antes de irme el viernes a dar mi clase de inglés de la noche. La clase transcurrió normal casi por completo. Los salones de la academia tienen paredes de vidrio o ventanas muy grandes, como quieran verlo. Estaba yo pensando en ya dejar salir a la gente, quitarme la corbata-soga y largarme a tomar varias indio y fumarme varios faros, cuando de la puerta del salón de enfrente sale un Carlos con pantalones guangos y bigote dispuesto a cruzar al recepción y dejar el edificio. Comencé a mover los brazos como niño que nadie lo escoge en unas retas de fut y a Carlos algo le dijo que volteara a ver la hora en el reloj de la pared. Fue a mi salón, hablamos un rato y cambiamos mails y celulares. Que tenía un mes estudiando ahí, que habíamos estado saliendo a la misma hora de la misma escuelita de ocho salones y que jamás nos habíamos topado hasta que me puse a escribirle un cuento, que él iba en nivel uno y yo enseñaba el catorce, que el tomaba varios camiones y yo traía en la bolsa de mis malditos pantalones de vestir las llaves del carro, que yo medía como cuarenta centímetros más que él pero aún no me sale barba con una mínima decencia. Que qué cagado es todo esto de las consecuencias, nos encontramos después de bastante tiempo justo cuando yo comenzé a pensarlo, después de que por casi un mes jamás coincidimos, de seguro por diferencia de segundos; ¿cuántas veces habremos caminado dándonos la espalda, o viendo uno hacia arriba y el otro hacia abajo, en esa escuelita que no mide más que la casa vieja de su abuela donde a pedradas le tumbábamos los estropajos a un árbol medio seco.
Para hacer más de emoción el asunto, durante dos o tres días el disfraz de la gramática de esas lecciones de inglés habían sido los sucesos raros: las coincidencias, los encuentros de la nada, las supersticiones, el que pienses en alguien que tienes añales de no ver y que en cosa de segundos lo veas cruzar la calle y casi lo atropellas. Aún no me puedo creer que Carlitos se cruzara por mis coordenadas así de huevos justo cuando lo estaba invocando. Tal vez sí pasa que se mueven los imanes.

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