sábado, 18 de septiembre de 2010

Quiero escribir pero me sale espuma (crónica de viaje)

A quien le interese, más o menos así fue mi viaje en Julio a Veracruz, el D.F. y Costa Rica, Sinaloa. Quítenle lo que le invento y súmenle lo que se me olvida:



1. Veracruz.

Llegué a Poza Rica pero no salí de la central camionera. Apenas el camión se detuvo en la estación agarré mi mochila y me fui a investigar horarios a Xalapa. Cinco minutos más tarde estaba sentado en el piso, frente a la taquilla al aire libre de ADO, sacando de abajo de la plantilla de una de mis botas un billete para pagar el boleto de un camión que ya casi salía (para mi suerte y porque Murphy es grande, era 8 de Julio y en Veracruz los descuentos de estudiante comenzaban hasta el 10). Por precavido, también me compré un seguro de 8 pesos que me cubría gastos médicos urgentes durante una semana en la ciudad a la que viajara: aquí me cayó bastante bien ADO, sin ser esto un comercial.



1.1 – Xalapa. La estancia en Xalapa, si mal no recuerdo, fue de tres días. Se me quedó grabado, por lo pronto, esto: un departamento muy chico, pero lo suficientemente grande para pintarle un mundo por dentro y para que le cupiera una gran promesa para el teatro, la actriz lagunera Laura Castro, el edificio era un lugar azul, con escaleras pequeñas, muchas puertas, plantas, gatos, y techos que de tan bajos creo haber peligrado la coronilla varias veces; El Imaginario del Doctor Parnasus; los cinco tacos de pastor por doce pesos; un sable que perteneció a Guadalupe Victoria, a lo que solamente hacía alusión un mísero letrerito dentro del museo de la ciudad, lugar que claro tenía su foto dignísima y fotochopeada del sonriente y descarado gobernador, donde además aprendí bastantito sobre la historia contada de Xalapa (eso y que a veces la visión de la oficialidad –o de quien sea que haya escrito los textos en ese museo- en una ciudad puede realmente sentirse agradecida y hasta orgullosa por haber sido colonizada); aprendí luego también en el café Bola de Oro que una taza de café chica puede costar trece pesos y tener refil, pero que la taza grande puede costar diecinueve, sin tener el doble de café que la chica y sin tener refil, y sobre todo que el obtener más café por 13 pesos que por 19 puede ser bastante lógico para el personal del lugar (lo siento, fue un momento de frustración porque ni mesera ni cajera parecieron entender por qué yo hacía berrinche indignado -ni modo, por no preguntar y sólo suponer-) (en ese café también aprendí que de repente tu amiga que estudia teatro puede estar toda pintada de blanco, no como mimo, como estatua); recuerdo también que pasando por una calle no tan chica cuyo nombre no recuerdo, me senté a escuchar dos o tres canciones con marimba en vivo y le ofrecí a un viejo con gorra de marinero un Faro y después de las canciones me dijo que a la banda sólo les echara en el raspador metálico la mitad del dinero que les iba a dar y que le diera la otra mitad a él para un café -conocería el señor un café muy barato-, luego me enteré que su apodo era El Capi y que había yo estado fumando con un personaje urbano de renombre y tal vez me arrepentí de no haberle invitado el café; luego (o antes) un amigo de Laura me empapó las ideas con la mención de un concepto que debe considerarse para calificar muchas cosas con las que nos podemos topar en México: el bizarrismo mágico (que yo percibo como todas esas cosas extrañas, ridículas y reales -situaciones, personajes, coincidencias, ideas- que te puedes encontrar al doblar en una esquina o al cambiarle de canal -esto me parece muy, muy amplio y no termino de definirlo, habrá que seguir aterrizándole el significado con próximas experiencias-). En Xalapa llovió en las tardes y noches, y me di cuenta que mi ración de Faros no me iba a durar ni la mitad del viaje. En la mañana del día en que me iba (pondría aquí que también llovía, pero le tengo pavor a la rima y aparte lo voy a mencionar 57 palabras después de ésta) compré un mapa del estado en una librería (ven, más rima) y con una pluma verde me puse a unirle los lunares al papel ése para tener alguna ruta como es moralmente debido. Con la mochila puesta otra vez y el eslipin mal enrollado, le dejé una nota del estribo a la actriz-estatua sobre el refrigerador-escritorio que más o menos decía así: “Salí rumbo a Catemaco. Llovía.”



1.2 - Catemaco. No hubo ningún brujo, o no los busqué bien. Antes de que entrara en vigencia la aprobada ley que prohíbe lucrar con la ignorancia y la necesidad de los ciudadanos (¡esto podría ser Bizarrismo Mágico! Que un gobierno que justo a ese lucro se dedica tenga la desfachatez de querer castigar el esoterismo cuando existen casinos, el monte de piedad y las elecciones, etc.) quise conocer el pueblo del que tanto se habla como un lugar lleno de misticismo y magia (aparte mal no me iba a caer una buena limpia) pero me fui tras el engaño de la idea colectiva e idealizadora. No encontré brujos (repito, tal vez por no buscarlos bien) pero ese sábado me encontré un pueblo a orillas de una laguna majestuosa, en cuyas calles comenzaban a desmodorrarse varios juegos mecánicos, locales para jugar a los canicones, los darnos o los aros y tal vez ganarse algún muñeco. Unas calles después de la plaza principal, buscando un lugar barato para dormir y dejar por lo pronto la mochila, se me acercó un cuate de unos treinta y tantos años a preguntarme sobre hoteles; sí, mira, por allá está tal y cobra tanto, está muy caro, y allá está ése otro pero también se me hace caro, pero una señora me dijo de un hotel San Francisco donde no está tanto. Yo vi un letrero de San Francisco allá arriba, dijo, ah pues le caminamos entonces. Para allá. Señor, disculpe, buenas tardes, ¿el hotel San Francisco? Ya se pasaron, váyanse por ahí y luego por allá. Y llegamos al hotel que me había dicho la señora que vendía tortugas de ojos bailadores hechas con caracoles y conchas. Salió bien el asunto, nos salía más barato a cada uno si el cuarto era para dos personas (claro que sin televisión, señorita, no vengo a ver televisión), total ya llevaba varios días con la espalda acostumbrada al eslipin sobre el piso. Me dijo Vicente, que así se llamaba el nuevo conocido (por conocer), que al mapa no le hiciera caso porque ya tenía guía; hablamos sobre algunos lugares, uní y encerré más lunares del papel con la pluma verde y nos salimos después por unas cervezas.

En Catemaco se puede beber cerveza en la calle (a ver si las guías turísticas, esas caras y subjetivas que compran los extranjeros, ya van agregando a sus líneas datos importantes como éste y el que sigue) y no se dice “me da un bote” porque podrían darte una cubeta para trapear, se dice “me da una lata”. Había mucha gente en la calle a pesar de la lluvia. Los de los puestos de artesanía y recuerditos no se rajaban y seguían bien puestos con sus plásticos sobre los collares, la ropa y los llaveros. Vicente me contó que había trabajado en Catemaco hace quince años y que, salvo por la plaza y la iglesia, ya no reconocía el pueblo. Me habló de aquellos tiempos, de su familia, de su profesión de maestro de primaria, del tipo con el que no recordaba cómo tuvo contacto por internet y que trabajaba en un bar que estaría cerca de ahí. Después de las tres respectivas latas, no botes, que nos tomamos debajo de un techo de lámina gracias al aguacero, fuimos a buscar el lugar, temerosos de que el supuesto conocido hubiera mandado a Vicente a un bar gay. No recuerdo el nombre, algo parecido a El caracol o La caracola. Tuvimos que cruzar un jardín para entrar a una especie de launch que simulaba una cueva. Nos sentamos y nos regalaron unas bebidas de mango y bacardí junto con unas empanaditas que porque era cumpleaños del dueño. ¡Carajo, sí es bar gay, cabrón! Y el Vicente haciéndose el despistado para que no sospechara el supuesto conocido que era él. Pero no, no era bar de ambiente, porque ¡en eso que se apoderan del escenario un tipo con una guitarra y una chava con pintas de cantar bien y que comienzan con una suculenta y energizante Trova! Y la Trova, ¡la señorona Trova! como todo el mundo sabe, es música de machos. La jarra de cerveza estaba bastante accesible y nos tomamos varias. Sobre una de las bocinas había desde hacía rato unos bongós abandonados a la suerte del primero que se creyera que los sabía tocar. Pa’ pronto fue tarde y me animé con el debido permiso pedido, luego de ahí a la batería que también estaba sin amante y después de tocar Música Ligera (ya no era tan, tan de machos la música) seguía mi prueba máxima, por fin, algo para lo que tenía varios miércoles ensayando visualmente acá en Torreón en el bar Marioneta: Jazz. Y se citó de Cerati el último verso ligero, con su debido remate y cimbaleo tintinante, y nada, que muchas gracias, que un aplauso para el amigo baterista y que ahora para el jazz en las percusiones nos va ayudar la dueña del bar. Carajo, pues gracias a ustedes, lástima, de todas formas ya quería ir por otro cigarro y la cerveza se me estaba calentando, y en parte fue alivio porque no estaba ya muy coordinado que digamos como para que fuera mi mejor noche detrás de las baquetas. Después del jazz, Julián (cómo? Mulián? No, Julián. Julián? Sí Julián) Morones Torres, vocalista y guitarrista del dueto, estaba sentado con nosotros y yo hablaba creyéndome músico y, sí, canta muy bien la chava, tú también, pero ella canta muy chido, pero le hubieran seguido con la trova, iban bien con la trova, mira, yo tengo un colectivo y… el grano… feisbuc… tafoya… cuentos… bongós… otra jarra compadre, por favor… Y en la verborragia de la cerveza, Vicente molesto conmigo porque la pantalla de su celular simplemente dejó de funcionar y era culpa de la mala suerte que yo le había contado que me había traído de Torreón por culpa del, en ese ahora, suertudo de mi amigo Gerardo Ibarra. Ya no hay cerveza de barril, ah pues tráeme dos Indios, por favor. Y lo mejor de toda la noche: dos Indios gratis por mi peoresnada palomazo, esas las invita el bar. Lo más que he ganado por tocar la batería. La cuenta y a dormir.

Vicente era de confianza, no me hizo nada en la noche (no al menos algo de lo que yo me enterara) ni amanecí en un cuarto vacío sin mochila ni zapatos. Habíamos planeado subirnos a una lancha esa mañana y recorrer el lago de Catemaco, después agarrar nuestras chivas (mi mochilota y su maletilla) y visitar varios lugares antes de llegar a Veracruz. El paseo en la lancha no tuvo en sí nada recordable, duró como una hora. Pasamos por la isla de los macacos (un pedazo de tierra en el lago que tiene como 20 macacos propiedad de la UNAM, si mal no recuerdo) y otros lugarcillos sin mucho chiste. Bajándonos de la lancha, ah espérenme, antes de la lancha desayunamos chilaquiles verdes y café de olla en una fonda del mercado (y yo de postre dos aspirinas), entonces bajándonos de la lancha Vicente compró un vasito de Tegogol preparado, que eran unos como caracoles con pico de gallo y jugo de tomate que, presumían quienes los vendían, eran mejor que el viagra.



1.2 Salto de Eyipantla. De ahí, pues, fuimos por las mochilas y nos trepamos a un camión para ir al Salto de Eyipantla, cascada que mi buen amigo Enrique “Kamichibai” González me había recomendado visitar. La entrada a la cascada está llena de puestos de ropa y restaurantes, también venden cocos. La cascada ustedes la pueden ver en fotos, una chulada. Dejamos las mochilas (mi mochilota y su maletilla) en un puesto de refrescos y una niña se tuvo que salir de debajo de la barra para que la muchacha pudiera poner ahí el encargo. Vimos luego la cascada, nos compramos unos refrescos y Vicente compró tres vasos de Tegogol por 50 pesos porque la señora que los vendía gritaba que era mejor que el viagra y que servía para aguantar la bajada y subida de los 300 y tantos escalones (por eso y porque andaba medio crudo). No sé si sea mejor que el viagra o no, pero el Vicente no llevaba ni 50 escalones cuando ya iba bien pescado del barandal y deteniéndose cada 20 segundos para agarrarse resoplando las rodillas y verse los zapatos. En las televisiones de los restaurantes estaba un juego de futbol que tenía enajenados a todos, después me enteré que lo ganó España y que hicieron mucha fiesta por eso.



1.3 Tlacotalpan. Esperamos un buen rato a que pasara un camión que fuera rumbo a Alvarado, pero a medio camino se nos ocurrió (se le ocurrió a Vicente) bajarnos para tomar la desviación a Tlacotalpan. Como nadie nos dio rait, después de admirar el ancho río Tlacotalpan, tomamos un camión y nos fuimos ahora sí a Tlacotalpan. Hizo como 15 minutos. Vicente me dijo que ahí y Alvarado eran los únicos lugares donde se conservaba aún el acento cliché veracruzano (de veracrú). El pueblo está muy pintoresco. Dijo Vicente que es famoso porque ahí filma el señor Emilio Azcárraga Jean algunas de sus taranovelas, la última fue una de Maité Perroni (la rebelde guapa de pelo negro y así). Por decreto, no sé de quién, las casas del pueblo deben tener arcos al frente y estar pintadas con colores pasteles o colores vistosones y pintorescosones, pero se me olvidó tomar fotos. Comimos pollo con crema de chipotle y una jarra de agua de jamaica de verdad en un comedor que debía ser muy famoso porque la señora (se me olvidó el nombre) tenía la pared del comedor toda autografiada por importantísima y excelentísima gente que iban desde Angélica María hasta miembros de grupos y bandas con nombres del tipo La Inigualable Banda La Concha Veracruzana o Conjunto Zopilote; pero aquello más bien era un cuadro de honor a la pésima ortografía.

Cuando caminábamos rumbo a la parada del camión, nos detuvimos en una tienda de recuerdos a bobear (tienda de recuerdos, sería bueno comprar uno que otro y aprender de recuerdos comprados cuando uno no alcanza a vivir alguna experiencia. –Oye, Jacobo, ¿vas a ir al mitin del movimiento mañana, 2 de Octubre, en Tlatelolco –dijo Gerardo– No, no puedo, me faltan 17 años y medio para nacer. Luego compro el recuerdo –contestó Jacobo desde la nada) nos detuvimos en una tienda de recuerdos a bobear y saliendo se me acerca un tipo y me pregunta que si quiero piedra, y yo dije, no gracias, pensando que para qué iba a andar alguien ahí ofreciendo piedras si junto al río de Tlacotalpan había muchas. Yo creo que ya sabía que a los policías federales que estaban a media cuadra no les gustaban las piedras porque cuando les pasó por un lado no les ofreció.



1.4 Alvarado. Alvarado se supone que es famoso (o infame) por la cantidad de groserías que utilizan los locales cuando hablan, sea pues que son muy groseros los de Alvarado y que no lo hacen por malvados sino porque así hablan. Ahí estuvimos una hora mientras salía el camión a Veracruz. Era domingo y yo estaba molesto porque me habían cobrado 15 pesos los de ADO por guardarme la mochilota (maldito Word, deja de decirme que Mochilota no existe, tú que vas a saber de lenguaje si no hablas). Caminamos como siete cuadras hasta el puerto pero todo estaba solo. Los puestos del mercado de mariscos junto al río estaban dormidos y espiraban su aliento de pescado. Vicente me dijo que, en días hábiles aquello era un banco de personas (apréciese pues aquí mi creatividad con las letras porque no dije banco de peces ni multitud de personas, sino banco de personas) personas aventando pescado, rompiendo hielo, desescamando, dando y recibiendo dinero, maldiciendo al estilo alvaradeño (¿alvaradense?). Tengo que aclarar que a mí nunca nadie jamás me mentó la madre ni me mandaron con la malinche, así que las groserías en Alvarado fueron lo mismo que los brujos en Catemaco, sólo que yo no las iba buscando. Lo mejor de esta ciudad que conocí en su somnolencia dominguera, fue la tranquilidad de sus barcos pesqueros oxidados, varados a orillas de la última calle.



1.5 Veracruz. Hasta ahora creo que no he hablado de mi infiel y despastado compañero en todo este viaje: el libro Regina, de Antonio Velazco Piña, préstamo medio asertivo de mi amigo cantautor David Montoya. Tengo que mencionar a Regina ahora porque me lo recuerda el momento en el que el camión estaba entrando al cuatro veces heroico puerto de la ciudad de Veracruz. Regina estuvo conmigo en todos los camiones, en todas las plazas, en todos los cafés, estuvo conmigo en el segundo piso de un bar de Xalapa a las dos de la tarde, estuvo cuando me quedé a dormir sin fuego en la playa virgen Playa Muñecos, estuvo en todos los hostales y en todas las pirámides. Y lo más curioso es que yo estuve en muchos de los lugares a los que Regina va, la protagonista, no el libro (me faltó el Tibet y China y algunas partes del DF, carajo). Me recuerda al libro mi entrada a la ciudad de Veracruz porque justo en ese momento, cuando el camión iba pasando junto a una cabeza olmeca en un camellón y cuando Vicente me veía como diciéndome ya llegamos (eso lo inventé, lo de la cabeza olmeca no, lo de Vicente, porque en realidad él iba dos asientos adelante y estaba o dormido o muy entretenido con la película) y cuando el cuatro veces heroico Vicente me veía como diciéndome ya llegamos, a mí, dos veces heroico, yo leí en el libro estos párrafos que transcribo:



“La llegada del buque al puerto de Veracruz tuvo lugar al mediodía del viernes 15 de marzo de 1968. Levantada desde antes que rayase el alba, Regina se había colocado en la proa y mantenía clavada su expectante mirada en el horizonte. Lentamente fueron emergiendo ante ella los perfiles de las costas mexicanas.” (página 184)



Me sentí como cuando a veces estás leyendo y de fondo escuchando una canción o a alguien hablar, y coincide una palabra. Así me sentí, con ese gustillo sabrosón por la coincidencia, pero mucho mejor, era una coincidencia contable y considerable. Luego hablamos de si está bien o mal escrito el libro, pero para mí fue importante porque me hizo reír, preocuparme, maldecir, rabiar más de una vez, y porque estuvo muy cercana la trama geográfica del libro a mi viaje, a raíz de ese momento de nuestra entrada a Veracruz. Luego me pasó algo similar estando por azar en la colonia El Pedregal en el D.F. Ya las demás coincidencias fueron porque yo perseguía los lugares después de leerlos.

No, mejor hablamos ahora del libro. Se sabe que Regina es un verdadero fraude, primero porque el autor jura que fue verdad, que él conoció a la protagonista y que en verdad era la reencarnación del espíritu de Cuauhtémoc (y una Dakini tibetana, espíritu capaz de controlar a la naturaleza) educada en El Tibet y China, reina de México que despierta a la pirámide de la luna (después de 20 años de preparación en oriente para hacerlo) y la energía liberada causa todos los movimientos estudiantiles mundiales de 1968 (méxico, francia, la primavera de Praga, etc) dispuesta a morir aquel día en Tlatelolco junto con 400 personas conscientes de su sacrificio (como lo estuvo Cuauhtémoc precisamente en la última batalla, la de Tlatelolco contra las tropas de Cortez). Es una novela con una historia interesante, una trama algo inverosímil dentro de su misma lógica (inverosímil no porque Regina pueda hablar con los cerros y las nubes, eso se acepta por el contexto budista que Velazco Piña nos plantea desde un inicio, sino porque llega el momento en que con sólo levantar una mano y decir ¡Despierten! puede poner de su lado a centenares de padres de familia anti-movimientistas o hacer llorar y arrepentirse a las hordas de Halcones -presidiarios contratados por el gobierno de la changa Díaz Ordaz para controlar y detener violentamente a los estudiantes-), una novela cuyo único valor es eso, ser novela, no puede tomarse como un libro histórico y hay una cantidad enorme de personas (los reginistas) que lo han hecho, incluso pueden ustedes ver en fotos de la piedra que está en la Plaza de las tres culturas en honor a los asesinados ese (primer) 2 de octubre, que alguien escribió con marcador negro el nombre REGINA al final de la (muy, muy, muy, muy breve) lista de muertos. Es una novela inverosímil (hasta dentro de su propia lógica), pero es una novela entretenida, un buen juego de imaginación, una bonita fantasía histórica. Aquí el problema y lo más grave, y opino esto ya después de leer comentarios y artículos a cuyas opiniones me sumo, es que Velazco Piña justifica la matanza, la plantea como algo predestinado, algo que TENÍA que ser para que nos renováramos y pudiéramos dar paso a una nueva era (como Cuauhtémoc y sus tropas lo hacen en el mismo lugar 447 años, un mes y 19 días antes, según el autor, -aquí información sobre esa terrible batalla donde murieron 40 mil mexicas http://www.viajeros.com/diarios/mexico/tlatelolco-donde-se-libro-la-ultima-batalla-de-la-conquista), es decir, que sin darse cuenta, dentro de su mismo odio hacia las fuerzas que reprimieron el movimiento, hacia la changa Díaz Ordaz, su achichicle Echeverría y toda la sarta de culpables que viven y murieron libres (Echeverría ahora vive sus últimos años en arraigo domiciliario en su mansión) gracias a la ineptitud y complicidad de los siguientes gobiernos (del primero hasta el último y a ver cuántos siguen, he escuchado que Calderón quiere eliminar los archivos del movimiento); dentro de su mismo odio y rechazo hacia todos los culpables, Antonio Velazco Piña los justifica y les resta muchísima culpabilidad al inferir que todos los muertos, que toda la represión, que todos los heridos y apresados (secuestrados), que todos los desaparecidos, que toda la injusticia y la infamia estaban predestinados a ser, que todo tenía que pasar. Le da justificación y razón de ser a todas las infamias de 1968 cometidas contra el pueblo mexicano. A quien le interese le recomiendo el libro para que sepa de qué estoy hablando, repito que es un libro entretenido (de unas 500 páginas) y que debe tomarse como FICCIÓN, que es una NOVELA que tiene sus propios errores, como todo, y queda sujeta a la percepción y gusto de cada lector. A mí me sirvió porque me ENTRETUVO durante el viaje y me acercó bastante al Movimiento Estudiantil del 68, es buena para adentrarte en el coraje original (fíjense qué bonita alegoría, así debería ser, nacer con un coraje original en vez de con un pecado original, sólo que ojalá y el coraje sí fuera cierto, que en verdad se heredara el dolor, las ganas de arremeter contra los culpables y construir el México nuevo -no esta mierda- sobre las flores que les crezcan de los cráneos, ahora capaces de dar vida a algo bueno) es buena para adentrarse en el coraje original y ya después investigar ahora en serio sobre el 68. Lo digo sobre todo a los nuevos en esto, como yo, se lo digo a los que de esto saben muy poco y se preguntan qué significa en verdad eso de 2 DE OCTUBRE NO SE OLVIDA. A mí para eso me sirvió Regina, para encabronarme. Ya que se entretenga uno con su ficción, ahora sí, a leer sobre la realidad, a investigarle. Les dejo aquí la dirección de un blog que contiene artículos e información sobre la verdadera Regina Teuscher Kruger, la que Velazco Piña toma para crear su mítica Regina Teuscher López (es que, en verdad, el cuate jura que fue cierto, que él lo vio todo) http://amrtk.wordpress.com/. Esta información y visión, se la debo en gran parte a mi buen amigo y maestro, el poeta, escritor, cuentista y cuentero, artista, investigador y presente en aquel primer 2 de octubre, Enrique “Kamichibai” González, el mismo que me mandó a la cascada del Salto de Eyipantla.

Entonces, después de justificar por qué le digo infiel a mi compañera de viaje, a Regina, continúo. Llegamos, pues, Vicente y yo a Veracruz ya de noche, como a eso de las 9. De la central camionera caminamos unas cuadras para agarrar un camión urbano que nos llevara cerca de su casa. El camión lo tomamos en una esquina donde había un téibol famoso, Vicente me dijo que el lugar era conocido porque una bailarina de ahí había ganado no sé qué concurso nacional de téibol dans. La casa quedaba en una colonia en la periferia, cerca del aeropuerto, como a 40 minutos del centro en camión.

En el puerto estuve creo que cuatro días. El favor enorme, que me hizo Vicente, de darme hospedaje me cayó de perlas, aunque la casa sí estaba un poco lejos del centro, me vino muy bien ahorrarme el dinero y, lo principal, la compañía, porque aunque se diga lo contrario, siempre estamos buscando compañía, para que las únicas palabras que uno cruza no sean con la chava del oxxo o con el mesero del carísimo y viejo café La Parroquia, o con el cuate de uno de los puestos del tianguis artesanal que tenía un Popeye como el que me robaron de niño. Uno se sienta en el café solo, a fumar y leer, pero siempre con la atención en el hombro o en lo que hay detrás del libro, por si alguien tiene la inocencia para rescatarnos de esa soledad de lectores aferrados con un “buenas tardes” o un “disculpa ¿qué lees? ¿me puedo sentar?” (o un “¿me prestas tu cenicero?”, verdad Gerardito, chiste local para el amigo aquel que me pasó la mala suerte que yo le pasé a Vicente). Tiendo a ser más amable con la gente cuando viajo solo porque uno se vuelve loco si no se habla con nadie, si no siente que alguien lo percibe; aunque en sí todo el día sea una conversación conmigo mismo (como hoy, domingo 12 de septiembre del 2010, que no salí de mi casa y no recuerdo si hablé en todo el día, sé que no vi a nadie, pero no sé si hablé o no, yo creo que sí porque me gusta hablar solo, como para escucharme y asegurarme de que sigo ahí, no porque esté loco, sólo para saber si sigo existiendo) y aquí estoy escribiéndole, por ejemplo, a la computadora, según yo platicando con algo o con alguien; igual se mueve uno entre las personas-hormigas, platicando consigo mismo, imaginando, recordando, planeando, sintiéndose bien por andar en Veracruz solo.

Gerardo, mi amigo, el mismo que me había transferido la racha de mala suerte que yo le pasé a Vicente y el mismo al que después iba a ver en el D.F. y al que hace como trece renglones le dije un chiste local sobre un cenicero, me recomendó días atrás (aún acá en Torreón) que cuando fuera al puerto comprara puros en una carreta en el zócalo de la ciudad, una carreta de madera que se iba a llamar La Fama. Aquella primera mañana fue muy buena. Vicente me dio un aventón al centro de la ciudad y medio me explicó algunos lugares y cosas. Cerca del zócalo (que a mí más bien me pareció una placita muy sabrosa) me compré unos tacos sudados que llamábanse 100% chilangos, un vaso de agua de jamaica y me sumergí en Regina sentado en una banca. Mientras leí por una hora, más o menos, me habré fumado tres o cuatro Faros (que por cierto ya para esas alturas se me estaba acabando mi reserva de una decena de paquetes surtida en Torreón, sin juzgar, por favor, que cuando uno fuma y aparte anda caminando solo, leyendo solo, comiendo solo, bebiendo solo, hablando solo y olvidando solo, se fuma más). Cuando cerré el libro, un señor de unos 90 años, con pinta de español viejo, me dijo que uno se cansa de leer, ¿verdad? Y yo le dije que sí, que uno se cansa. El señor siguió hablando como por cuarenta minutos. Fue de las partes más entretenidas de mi viaje. Se me borró su nombre porque tengo muy mala memoria para los detalles y porque me lo dijo entre dientes ya que se iba. El señor era español, efectivamente; en su adolescencia se le fugó a su mamá española de las islas canarias y se fue a trabajar a Brasil de albañil, años después en Barcelona conoció a una hija de una rica familia con hoteles en Veracruz, se casó y tuvo la vida medio resuelta viviendo ahí en el puerto mexicano. Con su acento español-brasileño-veracruzano me dijo varias cosas de las que solamente se me quedaron tres, aparte de lo breve que ya conté de su vida: (1) que tenía 20 años con su actual mujer (la tercera o cuarta), que era buena y que él creía que ya ahí se quedaba; (2) que “el papa, a chingar a su madre, quién se cree para decirme que es mejor que yo, después de la muerte todos somos iguales” y (3) que el hombre vive para comer, trabajar, dormir y, si se puede, coger. Cuando se levantó y se fue, lo hizo a duras penas y con menos estatura de la que yo le calculaba.

Me levanté de la banca con mi libro bajo el brazo (va todo el reino animal) y di unos pasos detrás de la banca hacia la carreta de La Fama, que ya tenía bien identificada desde hacía rato. Me compré un purito Cohiba por 10 pesos que muy a gusto me fumé en una de las mesas externas del enorme e histórico café La Parroquia (si mal no recuerdo, desde 1805), que ya mencioné que estaba muy caro, porque una tacita de juguete de un sabrosísimo café negro veracruzano me salió en $25 pesos (sí, tú que vas a Starbuck’s o a empresas cafeteras de mierda parecidas, dado el precio al que lo compran ellos -no más de 12 pesos por kilo-, pagar más de 20 pesos por una taza de café es demasiado, así sea en el café más viejo y grande del país). Me fumé pues mi purito y me puse a vagar por el muelle y los mercados. En el muelle había buques de guerra pequeños, unos gringos, otros mexicanos; había el velero-escuela de la Naval mexicana, el Cuauhtémoc, muy bonito, adornadito y cuidadito, y te podías subir y regañar de lo lindo a la gente que se cruzaba las líneas de no pasar; podías pasearte entre la gente embobada con el timón y lo grande de las velas que se toma fotos con las hijas y los novios, que es la misma gente que se mete a los museos y los puede recorrer en 20 minutos porque no se toma el tiempo de leer cada explicación y admirar cada cosa.

No recuerdo qué comí, no recuerdo muchas cosas, sólo que en la noche Vicente se tardó en llegar a su casa en las afueras de la ciudad y yo, por suerte, traía (como buena niña) repelente de insectos y (como buen solitario) un libro. Fuimos a cenar (¿o eso había sido la noche anterior?) unos tlacoyos y de postre un hielito de cacahuate (lo juro). Vicente me contó que hace tiempo, antes de divorciarse, con él trabajó una señora excelente que le ayudaba en su casa y le cuidaba a las hijas, me dijo que le decían Doña Salma, no porque así se llamara, sino porque no recordaba su verdadero nombre y había trabajado con Salma Hayek mucho tiempo. Después hablamos de la pedorrera que nos iba a dar por el cacahuate.

Luego, en los días restantes, me fui a conocer más a fondo el centro de Veracruz, me quedé un día más porque me enteré que mi prima Diana iba a andar por allá, pero siempre no anduvo. Siempre comí en la calle, siempre fumé y leí en la calle. A Vicente le valió un carajo un cuento mío que le leí. Lo ayudé una noche a pintar de dorado el vestido de las monitas de los centros de mesa para los XV años de su sobrina. Otra noche o la misma, perseguí un sapo en su patio (el de Vicente, no el del sapo). Una tarde le hablé a mi mamá porque era su cumpleaños. Otra noche, creo que la segunda, yo estaba leyendo y echándome unas Indio en un bar en el zócalo que se llamaba o llama Revolución, ahí se me acercó una muchacha tzotzil a venderme pulseras y platiqué con ella como 20 segundos, pero en realidad me estaba tirando a loco porque se fue aliviada cuando le dije Colaval (gracias) y no me respondió Muyuc (no o nada, pero se entiende como De nada) ni ninguna otra cosa sino que solamente se fue y yo ahí me quedé con Regina, Indio y Faro hasta que llegó Vicente y nos fuimos a buscar a unos amigos suyos en la parte de Veracruz que ya no se llama Veracruz sino Boca de Río, pero no los encontramos y nos echamos un bote de tecate y me contó la leyenda de la Condesa de Malibrán, que hace muchos años ahí en el puerto conquistaba hombres y los encerraba en una mazmorra en su casa y los torturaba y hacía con ellos lo que quería. Eso de la condesa me recuerda que aquella mañana yo había ido al museo de la ciudad y me la pasé muy bien y muy entretenido varias horas, entonces era martes, ya me acordé.

En Veracruz sólo estuve tres días, entonces. El miércoles andaba yo cumpliendo casi una semana de haber salido de Torreón (sí, apenas, y ya van 11 cuartillas, lo sé, perdón) y fue el día más interesante de todo mi viaje juliano. Vicente salía muy temprano, de madrugada todavía, rumbo a Oaxaca con su familia (maldito, pero bueno, yo andaba en Veracruz) y me hizo el favor de dejarme en la parada de un camión que a esas horas me podía llevar al centro (5:30 a.m., más o menos). Me despedí infinitamente de él, bastante agradecido por el enorme favor y la enorme confianza de darme hospedaje apenas conociéndome (a esas alturas yo ya sabía que no tenía 30 y tantos, que tenía 50 y tantos) y me trepé al camión. No es por cursilear, pero el amanecer en el puerto, viendo hacia las Europas, no alcanzándole a uno la vista ni para cubrir una partecititita del Golfo de México, fue bastante, bastante memorable. Después de desayunar unos tacos de canasta y un capuchino del oxxo (lo siento, no había aún cafés abiertos a esas horas) me fui a la central de camiones económicos para tomar uno que me llevara a La Antigua y seguir el viaje. Durante toda esa mañana fue raro el momento en que me descolgué la mochilota.

Ah, momento, me falta contar algo importante en Veracruz, puerto, lo de las casonas abandonadas que se están derrumbando solas gracias al INAH. Si uno camina (uno yo o uno tú) por el centro de la ciudad de Veracruz, es bastante probable que, al apuntarle con la frente al cielo, uno se sorprenda con las casa erosionadas por el tiempo. Caminas asombrado entre las casonas de dos pisos que tienen árboles saliéndoles por las ventanas. Fácilmente por manzana habrá 3 o 4. Están en el completo abandono, la cal de las paredes se les cae a pedazos, algunas aún tienen retazos de balcones; ramas y plantas grandes salen por los orificios que antes fueron ventanas, el techo se les ha ido cayendo, al asomarse a algunas se puede ver la cantidad de vegetación que les ha crecido en los intestinos. ¿Cuál es aquí el problema con las casas abandonadas del centro de Veracruz? Mientras estaba yo sacándole fotos a una, en una calle que tiene una estatua tamaño real del músico cubano Benny Moré, un policía se me acerca y me dice que si hubiera venido hace algunos años las hubiera encontrado en mejor estado (medio obvio, porque dudo que estuvieran peor), me explicó que los dueños las han abandonado porque hace tiempo el Instituto Nacional de Antropología e Historia de Veracruz declaró a todas esas casas patrimonio de la ciudad y no deja que los dueños las toquen porque podrían dañar ese patrimonio; no los dejan reconstruirlas, no los dejan derrumbarlas, no los dejan resanarlas ni restaurarlas; prácticamente no los dejan que toquen las casas y éstas se están cayendo a pedazos. Vicente me dijo que ya ha habido algunos casos en los que gente con mala suerte se han llevado un buen golpe porque les cae un pedazo de balcón en la cabeza, y entonces comienza el juego de ping-pong entre los dueños y la gente del INAH para echarse la culpa. Por coincidencia ese mismo día pasé frente a las oficinas del instituto, ahí mismo en el centro de Veracruz, pero como ya pasaban de las 6 de la tarde, estaban cerradas. Malamente, no investigué más del asunto por tiempo, pero creo que aunque a la mayoría nos suene ajeno el problema, es serio. Le tocará a los porteños arreglar eso, cosa que me supongo ya están haciendo, espero, porque aunque es un deleite ver cómo la naturaleza reclama su territorio poco a poco (en casos como este y en La Casa de Cortez, en La Antigua, de la que en un ratito les platico) son un peligro más gracias a la burocracia de algunas de las honorables instituciones mexicanas.



1.6 La Antigua. Me bajé del camión, como me dijo Vicente, justo después de la caseta que tocaba y atravesé un arco de cemento que me dio la bienvenida a La Antigua, primer municipio de América (título que también se adjudica la ciudad de Veracruz). Después de caminar como un kilómetro comencé a entrar en el pueblo. La Antigua es famoso porque fue el segundo lugar donde estuvo la ciudad de Veracruz, de 1525 a 1600 (el primero es donde está ahora, se regresaron pues). De aquí lo impresionante son dos cosas, la Casa de Cortez y el ancho río Huitzilapan (o de los Colibríes) con su puente colgante que comunica a las dos partes del pueblo. Mi plan era pararme en el centro de la casa del tal Hernando y mentarle su madre desde las entrañas, y así lo hice, bueno, no exactamente, sólo toqué una de las paredes interiores y dije -pinches pendejos-, pero bajito, porque los que quería que me escucharan ya no tienen oídos, pero tal vez leen mi blog, así que aprovecho: Cortez y todos los hijos de la (carajo, ellos no son hijos de la chingada), bueno hijos de su puta madre, si me están leyendo, ¡vayan y chinguen a su madre!

Continúo… la casa no era lo que esperaba. Pueden ver las fotos, o pueden buscar imágenes de la casa, es impresionante. Ya no es una casa, en el sentido en el que nadie podría ya vivir en ella porque ni techo tiene. Sólo quedan las paredes de algunas habitaciones y en su mayoría están cubiertas de plantas y raíces de árboles. Hay árboles enteros creciendo al final de las paredes y cubriéndolas con sus raíces añejísimas, repito que es impresionante, es como si el árbol hubiera crecido en la pared intentando derrumbarla, intentando retomar lo propio, lo robado, lo violado. Algo también interesante de la casa (y en sí de muchas construcciones viejas en esa zona veracruzana), y esto va más para los arquitectos, es que, como no había en las cercanías mucha fuente de piedra, para construir utilizaban piedras de coral, que al desencalarse las paredes se ven como abanicos corrugados que quedaron incrustados en los muros de lo que resultó no ser la casa donde vivió doña Hernando, sino las oficinas administrativas de los conquistadores, algo así como Hacienda mezclada con el palacio federal de su tiempo. Afuera de la casa hay un cañón de barco del siglo XVI.

A unas dos cuadras de la casa, como 100 metros antes de llegar a la orilla del río Huitzilapan y su puente colgante, hay un árbol torcido de considerable tamaño. Un letrero ya viejo te cuenta cómo ahí los españoles le amarraban al cogote las sogas de sus galeones, porque hace menos de 500 años, el árbol estaba a orillas del río.

Ya rumbo a la salida, pasando con poca vergüenza frente a la tienda a la que por 5 pesos pude apestarle el baño (por si la señora Cortez no me prestaba amablemente el suyo), vi otras paredes viejas y lamosas en un terreno enorme. Fue la segunda vez que me topé con José Miguel Ramón Adaucto Fernández Félix, alias Guadalupe Victoria (la primera había sido en el museo de la ciudad en Xalapa, cuando vi su espada detrás de un cristal). La construcción tenía 300 años menos que la de Cortez, porque en su tiempo sirvió de caballerizas para las tropas insurgentes del Coronel Victoria. Interesante el edificio también, pero curiosamente a este la naturaleza no le reclamaba el espacio robado, ningún árbol se le había trepado por las paredes. Disculpen mi fantasiosidad, es sólo que…



1.7 Cempoala. Carajo, aquí me falla la memoria, me acuerdo que de La Antigua volví a la carretera y me trepé a un camión que me dejó en (ya, tuve que ir a buscar la libreta donde Vicente me dibujó los puntos en la carretera) Cardel, de ahí tenía que tomar otro camión para ir a Cempoala, zona arqueológica tolteca. En Cardel ya andaba yo medio cansado del cabello sudado en la nuca (desde La Antigua andaba yo buscando una peluquería, antes de comprarme un sombrero) y cuando vi una estética al lado de la parada del camión, no la dudé y me fui a sacar punta.

Media hora después me trepé a un camión que prometía llevarme a Cempoala. A los veinte minutos me bajé y caminé unas cuadras hasta la entrada de la zona arqueológica. Dejé encargada mi mochila en la caseta y me acerqué a un grupo de cuatro o cinco tipos de mi edad y una francesa que estaban escuchando a un guía. Pregunté si podía unírmeles, quesque vengo solo. Me dijeron que ellos traían su guía, mentira, por mínimo 20 pesos o lo que pudiera el guía me aceptó en el grupo de los turistas que ÉL traía. No me acuerdo del nombre del cuate, Carlos o Roberto, creo que Roberto. Después de unos 40 minutos de pláticas, explicaciones, experimentos de acústica y cuestionarios, me di cuenta que sólo saqué una foto y no sé por qué no quise sacar más.

De Cempoala me acuerdo de varias cosas, casi todas gracias al compromiso y conocimiento de Roberto, sí, creo que era Roberto. Primero, que, según narra el viejo e indignado Bernal Díaz del Castillo en el capítulo XLV (45) de su Verdadera Historia de la Conquista de la Nueva España, aquello era una ciudad con más de 70 pirámides cubiertas de oro y plata; Roberto explicó que españoles mensos, que no era oro ni plata sino nácar; como en aquella zona es difícil encontrar piedra grande y plana, las construcciones están hechas como base con piedras de río, que debido a la erosión son redondas, entonces se necesitaban no sólo piedras para construir las pirámides, sino también una mezcla parecida al cemento que rellenara los huecos entre las piedras; la mezcla se hacía principalmente con polvo de concha, igual que el recubrimiento que se les daba a las pirámides, y con el reflejo del sol pues, oh sorpresa, el nácar parecía oro y plata. Cempoala era una ciudad de 400 mil habitantes, vista por unos hombres medievales que no conocían ciudad más grande que la capital española (Madrid, con 5 mil habitantes en aquel tiempo). Advierto que escribo esto dos meses y 150 nuevos estudiantes después, así que la memoria puede fallarme con los números. Recuerdo también que ya que Roberto se despidió del grupo, corrí tras él para hacerle una pregunta medio íntima y alevosa. Había yo leído a esas alturas en el libro de Regina, que las zonas arqueológicas, más que al INAH y a otras instituciones, le deben su conservación a sus guardianes secretos. Es decir, que en cada zona arqueológica o lugar prehispánico sagrado, hay un heredero de la tradición, un habitante del pueblo que tiene el “puesto” de Guardián Secreto, que gracias a cada uno de ellos las zonas arqueológicas se han conservado y no han sido tan saqueadas. Roberto me dijo que sí, que era cierto, que él creía que el de Cempoala se llamaba Don Chano, un anciano que vivía a unas casas de la entrada de la zona. Hablamos también sobre la prostitución con las que el INAH, el gobierno y los turistas tratan a las zonas. Minutos atrás, Roberto había regañado a un extranjero de unos 50 años porque el cabrón estaba subiendo la escalinata de una de las pirámides principales, a pesar del claro letrerito que prohíbe los pies sobre los escalones, y sobre eso hablamos; sobre cómo se prostituyen las zonas arqueológicas, sobre cómo se legalizan las formas de violarlas. Lo planteo así, para usted que está leyendo y tal vez es católico: ¿qué tal si en unos 300 años la iglesia que usted más visita y respeta es abierta al público como un museo (ya muchísimas iglesias lo son) y la gente camina por los pasillos, las bancas, se suben a la mesa del altar, meten la cabeza en el casillero de las hostias, se pasean campantes y masticando chicle por la sacristía y las habitaciones con cenizas; es lo mismo. Algunas pirámides eran (eran) templos o monumentos sagrados a los que sólo podían subir emperadores y desarrollados espirituales. Podemos ser ateos, politeístas, religiosos fervientes o moderados, guadalupanos, panistas, yunkistas, etc, pero si no empezamos por respetar y tolerar el derecho del otro a creer en lo que se le dé la gana mientras no dañe a los demás, nos vamos a seguir yendo al carajo. Se lo digo a todos los que se van a poner hasta su madre el 21 de marzo en Teotihuacán, o a los que se pasan las líneas y cuerdas si no los están viendo, se los digo a todos los que entran a una zona arqueológica y se creen los dueños, se trepan, se bajan, se toman fotos, tiran la colilla y el chicle, a todos los que venden esos espacios, a todos los que cobran entradas innecesarias, a los que taladran la pirámide de la luna para ponerle iluminación. Carajo, si seguimos trepándonos así a la pirámide del sol, como hormigas, si seguimos violando las creencias de los demás, va a llegar el punto en el que en vez de tolerar esas creencias, debamos tolerar que los demás vengan y orinen sobre las nuestras. Una cosa es comer vaca porque no soy hindú y no la creo sagrada, y otra irme a trepar a los templos de los demás. Podría decirme aquí algún extremista conocedor que entonces yo, que soy del populacho medio asalariado, no debiera tampoco fumar tabaco, beber mezcal, ni escribir poesía, y entonces tendría yo que mencionarle otra vez mi ejemplo de la vaca hindú. Y bueno, más o menos eso estuve hablando con Roberto.

Otra cosa que recuerdo de Cempoala es a un niño muy cachetón y simpático de unos diez años que me dijo que tenía muchas ganas de viajar, pero que no tenía dinero ni tiempo, que no conocía siquiera El Tajín y que tenía muchas ganas, que ojalá algún día pudiera ir. El niño (de éste sí que no recuerdo el nombre) me acompañó en el recorrido por la tienda de recuerdos porque, creo, ahí trabajaba, creo porque lo último que intentaba hacer era convencerme de comprar algo; decía, mientras veía los precios de las estatuitas: apoco tanto por un monito, si estos yo los sé hacer y están bien chafas. Me dijo también que no le gustaban los alebrijes porque no los entendía, que no entendía para qué servían.

En Cempoala comí en una fonda, saludando de lejos a Roberto y una mujer mayor que comían en otra mesa. Compré en una tienda algo de fruta, pan, agua y chucherías porque era el último lugar donde podría hacerlo antes de irme a acampar a la playa virgen donde me salvé de que me descuartizaran. En el recorrido seguía Quiauiztlán, un cementerio totonaca. Roberto me dijo que si no traía carro, le dijera al del autobús que me bajara en el Cerro de los Metates y que agarrara aire porque iba a tener que subir por un camino de 3 kilómetros antes de llegar al cementerio. Por cierto, Cempoala significa “veinte aguas”, fue la primera ciudad grande visitada por Cortez y sus tropas, y era ciudad totonaca, no tolteca, disculpen mi error.



1.8 Quiauiztlán. Y Quiauiztlán significa “lugar de la lluvia”, y pues ni modo, a subirle, con un solazo. En la entrada hay dos anuncios grandes que citan párrafos de la Verdadera Historia de la Conquista. Me acuerdo que en ellos narra Bernal Díaz cómo los recibieron los totonacas mientras ellos subían el cerro. Y, repito, pues ni modo, a subirle, con mochilota, sombrero, pelo medio corto y víveres. No cambio esa caminata a las 3 de la tarde por nada (bueno, sí, claro, por muchas cosas cambiaría la experiencia y el recuerdo de ella, pero hay que ser dramáticos y heroicos, déjenme prendo otro Faro). El paisaje, sobre todo, nunca había visto un mar tan azul (porque como buen torreonense le soy fiel al mar gris de Mazatlán). Conforme iba subiendo la carretera se veía mejor todo; el ruido de los tráilers que pasaban chiquitos allá en la autopista, el lago grande que se iba dibujando abajo, los zumbidos de insectos para mí extraños, incluido un grillo de diez centímetros verde-amarillo con alas rojas que me dio la bienvenida (o la advertencia) parándoseme sobre el morral por cuatro segundos, los carros eventuales que descendían (dentro de un BMW reconocí a los tipos y la francesa de Cempoala -La francesa está triste. ¿Qué tendrá la francesa? Los suspiros se escapan de su boca de fresa-). Todo, esa subida estuvo muy, muy chingona, cansada, pero chingona, aunque fuera yo un trapo empapado de sudor que arrastraba las botas y fumaba. Mi credencial de estudiante me salvó (otra vez) de tener que pagar el alto costo de 30 pesos por entrar a la zona (repito aquí una pregunta que le hice a Vicente en la cascada de El Salto de Eyipantla, ¿en qué momento y por qué el gobierno se vuelve dueño de las reservas naturales y arqueológicas, y se siente con el derecho de cobrarte tanto por entrar a ellas, cuando los costos de mantenimiento se podrías costear con entradas más baratas? ¿Son negocio? ¿Por qué hacen negocio con lo que es de todos?) Dejé la mochila por ahí y me puse a recorrer el lugar. Al principio me pareció una estafa, me daba coraje haber subido tanto para ver solamente un conjunto de casitas para perros prehispánicos. Por alguna razón, reaccioné desde mi frustración y recordé que era un cementerio, no me acordaba, y entonces mi percepción del lugar cambió bastante, no estaba yo tocando casitas miniaturas, sino tumbas, era una ciudad-cementerio, o al menos sólo eso quedaba de ella. Le seguí explorando, me metí entre dos pirámides que no me doblaban la estatura y ¡carajo! La mejor vista que he tenido en toda mi vida. Es impresionante ver el mar azulísimo al pie del genial cerro de los metates, que parece tres navajas de piedra cortando el cielo, que parece una aleta de tiburón mocha, que parece un enorme cuchillo expulsado del subsuelo con zopilotes pequeñísimos cuidándole la coronilla. ¿Qué hubiera dicho Rubén Darío de aquella vista? ¿Qué hubiera escrito, ahí, viendo el mar azul entre dos tumbas totonacas?

Ya eran las cinco de la tarde, iban a cerrar y yo tenía que bajar los tres kilómetros para irme a Playa Muñecos. En el descenso, pasaron tres carros que ignoraron mi pulgar, se me quedaron viendo dos vacas y un toro, como sólo ellos saben hacerlo, pero me impresionaron más otras dos vacas a la mañana siguiente, así que luego indago en esto.



1.9 Playa Muñecos. El chofer de un taxi colectivo me cobró sólo diez pesos por dejarme en la entrada de Playa Muñecos, que según Vicente se llama así porque tiene unas piedras que parecen tótems. La única pista de que ahí debía bajarme era un letrerito blanco con letras negras que anunciaba el lugar. Tuve que caminar unos 20 minutos por un camino de tierra y lodo, entre árboles y dos cercas de madera y alambre de púas. No recuerdo qué iba yo cantando, pero algo llegué a cantar. Al final del camino se abrió el mar, por fin estaba yo en una playa virgen (virgen la playa, no yo). Tuve que patear algunos botes y demás basura a mi paso, pero fuera de eso la playita estaba bien, también era muy buena vista, aunque pensé que no era tan virgen la playa porque vi dos o tres envolturas de condones. La arena comenzaba después de un mini-barranco, no era una playa totalmente plana, había mucha vegetación y muchas piedras, oriné detrás de una.

Como de costumbre me fui a explorar para encontrarle otras caras al lugar, pero el asunto no pasó a mayores. Aunque sí pude meterme entre las piedras y darle una buena explorada a las cercanías, en sí lo más interesante lo vi desde que llegué. Me senté en el barranquito a fumar y a ver la playa y luego busqué el mejor lugar para poner el eslipin. Intenté hacer una fogata; me puse a juntar piedras y reciclé algunas de una fogata que alguien había hecho el día anterior o hacía semanas, junté palitos y ramitas y los apilé muy bonito en forma de casita apache. Por ahí de las ocho de la noche empezó a oscurecer, como era de esperarse, así que quise ir prendiendo la fogata. Ya había cortado y lavado muy bien una lata de cerveza que encontré tirada, ya le había puesto también un palito para poder quitarla del fuego ya que estuviera listo mi café. Ya estaba todo preparado, todo menos el maldito encendedor que en la semioscuridad nunca encontré. Malditos cuatro cerillos al fondo de la mochila, maldita linterna que no llevaba, maldita fogata que duró 15 minutos a duras penas, maldito Muerte sin fin de Gorostiza que se despastó por usarlo para avivar el fuego, y maldita la criatura que a la mañana siguiente se había comido media barra de pan y algunas manzanas. Me rendí, pues, con la fogata y me metí al eslipin. Cuando dormí, lo hice de cara al mar y con la mano derecha en el mango de la navaja que había enterrado a mi lado, por si algún lobo feroz o un pie grande veracruzano me atacaba. Las nubes, los truenos y algunas gotas de agua estuvieron jugando conmigo toda la noche, pero a pesar de que varios días llovió, ése la lluvia me tuvo piedad. Soñé algo muy extraño que no les cuento, y cuando amaneció fue un alivio.

Una nueva amiga torreonense y un amigo de ella me iban a encontrar muy temprano esa mañana ahí en Playa Muñecos, pero no alcanzaron. En la espera me tiré en el eslipin con Regina a leerle los muslos por una o dos horas. Como a eso de las 10 de la mañana escribí un mensaje en la arena que se podía leer desde el barranquito, decía algo así como: Lo siento, tuve que seguir, que disfruten de esto. Me colgué la mochilota después de enrollar y organizar todos mis tiliches y comencé a recorrer el camino de regreso a la carretera.

Algo extraño tienen las vacas. Tienen una paciencia enorme con la que te pueden mirar y seguir mirando hasta que te les pierdas. Si alguno de ustedes alguna vez ha pasado caminando junto a una sabe de qué hablo. No mueven nada del cuerpo, sólo te apuntan con la mirada permanente, como si te juzgaran, quitadas de la pena, como si supieran que te gusta comértelas, como si supieran que en el fondo son más inteligentes que tú, como si hubieran leído a Sartre y nos supieran estúpidos por creer que somos libres.

No pasó un camión por un buen rato, una media hora, así que tuve que empezar a pedir rait, a ver si esta vez sí funcionaba el pulgar que yo ya creía descompuesto. Por fin un señor en una camioneta roja me hizo el favor. Eché la mochila en la caja y me trepé al asiento del copiloto. Me iba a dejar en el pueblo más cercano, Palma Sola, a donde él iba, que quedaba a unos 10 minutos; ahí iba yo a poder tomar un autobús hasta Papantla para después ir a El Tajín. El señor me preguntó que si no me dio miedo quedarme solo a dormir en Playa Muñecos, le dije que algo, pero que me aguanté, y me dijo quesque ahí han ido a tirar varios cuerpos los Zetas o a ajusticiarse a tipos que ya después fueron cuerpos. Buen karma, supongo.

Mientras esperaba el camión en Palma Sola, me compré una torta de pollo y una bolsa de agua de coco. Durante las tres horas del recorrido me reí por dentro de lo incómodos que se ponían algunos con mi olor, ni modo; aunque me había bañado en el mar la tarde anterior (para ver si las blancas olas mi carita podían blanquear) seguía conservando el olorcillo rancio del buen mochilero. Un señor medio formalón que se me sentó al lado no dejaba de bufar incómodo y en cuanto se desocupó un lugar adelante, se cambió. Por fin se sentó un señor más viejo, campesino, con el que platiqué y nos aguantamos los olores del sudor añejo más a gusto (claro, no se comparaba mi sudor con el suyo, el mío daba risa, el de él era en verdad de trabajo y cansancio).



1.10 El Tajín. Llegando a Papantla, agarré otro camión directo a El Tajín. Aquí no hay mucho qué contar. Como los servicios del guía costaban demasiado para una sola persona y no pude juntar un grupito para dividir los costos, hice el recorrido solo. El guía, que, a diferencia de Roberto, era empleado del INAH, no me quiso hacer ni un mínimo descuento y tuve que explorar la zona conformándome con la pobreza de los letreros y con un folleto ilustrado que compré por 20 pesos en un puesto. El Tajín también es bastante interesante, con sus canchas de juego de pelota y su Pirámide de los Nichos, con su manta larga en la entrada que decía que los trabajadores del INAH protestaban contra los eventos en las zonas arqueológicas y el daño que éstos les causan, ya lo comenté antes, no pueden tener más razón.

Algo que creo enriquece mucho la apreciación de las zonas arqueológicas es saber cómo se veían los monumentos y templos antes de ser cubiertos por la naturaleza y descubiertos por los arqueólogos extranjeros. Por ejemplo, esa pirámide, la de los nichos, ahora es color ocre, color pirámide pues, y antes era roja con negro, con una estatuilla dorada (si mal no recuerdo) en cada uno de sus 365 nichos originales.

Me anduve paseando por El Tajín hasta las 5p.m., porque cerraban, igual que en Quiauiztlán el día anterior. A la salida compré dos vestidos bordados por encargo de una amiga embarazada y me regresé a Papantla para irme a Poza Rica y después a la ciudad de México. Por cálculo en los tiempos preferí salir en la madrugada de Poza Rica y llegar temprano al D.F., así que renté por cincuenta pesos un cuarto en un hostal junto a la central camionera, fui a un café internet un rato y me eché varios tacos y un refresco de sangría medio tibio en una esquina (ahí ahora le llamaban viagra a unas cebollitas asadas). Me dormí un rato en una cama de dudosa higiene y ese viernes a las 4:15 a.m. salí rumbo al D.F., ya bañado, con 9 días de paseo dentro de la mochila, un libro de 534 páginas que ya casi terminaba y nada de mi reserva de Faros.





2. México D.F.



Aquí no habrá más subtemas. La estancia en el D.F. se puede resumir en conjunto, así me hubiera quedado cinco años. En el D.F. uno se vuelve una hormiga con delirios de grandeza, sobre todo si eres turista; uno se vuelve parte de la masa, pero siente que va brillando porque en ninguna de las otras hormigas hay una interioridad igual de perceptible que la propia, se pierde uno y entiende a Sabines porque se quisiera caminar con un rayo saliéndole de las orejas, para que la gente voltee a ver y piense que ahí va un poeta, un peatón poeta, aunque luego se queden defraudados cuando quiere uno escribir pero le sale espuma.

(Quede en el párrafo anterior resumido todo lo siguiente: Tlatelolco, la piel de gallina, los lucky strike, las tres o cuatro visitas a Coyoacán, el apretón de manos a Damián Alcázar, el café de olla, mi amiga francesa Julié y sus compañeras de departamento, la voladora Raquel Mijares, el hostal El Cenote Azul, el escritor español Gonzalo Suárez, la calle Donceles, mi entrañable amigo Gerardo Ibarra y su propia enorme historia, el zócalo, todas las estaciones del metro, Saramago y Monsiváis muertos, Teotihuacán otra vez, el disco de acetato autografiado con boleros de Amparo Ochoa, los tacos de cabeza de res, las Indio solo en el cuarto del hostal, otro paquete de Faros, la marcha del silencio, los huelguistas de Luz y Fuerza, los amigos a los que no visité, todos los viejos libros nuevos, la lluvia, Copilco, el Pedregal, lo mal que le quedé a mi amigo Roger Espadas, el hostal Mundo Joven, el café La Habana, la changa Días Ordaz, la falta de pulquerías, el cumpleaños en la Condesa de mi amiga salmantina Ana Laura, el tatuaje que otra vez no me hice, el capítulo 7 de Rayuela, el hartazgo, las ganas, los hálitos de amor, otra vez Coyoacán, más libros sesetayocheros, el escritor apestado Carlos Flores Vargas vendiéndome su libro, los encabezados escupiéndome una matanza en una quinta de Torreón, el abrazo de palabras de Alfredo “El Bíceps” Álvarez, la obra de los Bichir a la que no fui, Regina despastada, la muchacha leyéndole Sabines a su hermana, otro muñeco de Popeye, la recreación de los lugares y momentos de mi visita hacía dos años y dos meses y los de la visita en diciembre, las esdrújulas en una pared, los temores de Gerardo en el aire, los sonsonetes de las cajas de música sin changuito, el payaso casi arrestado, la tranquilidad de caminar de noche sin miedo a las balaceras, el cuate portugués que me dio té de tomillo, las tortas de adobada sin jalapeño pero con chipotle, la central del norte, lo lejos que vivía Roger, mi mamá esperándome en Sinaloa, más lluvias, los mensajes de Vicente, los 20 mil pasos diarios que marcaba mi celular, los cigarros para el chofer del microbús y su copiloto, los estudiantes de Juárez tocando Macondo, la nueva amiga estadounidense que vibró frente a la pirámide de la luna, los caza-comensales en Teotihuacán, la señora policía que manoseo el cuerpecito de Gerardo, las fotos de los muertos en el libro de Poniatowska, las disculpas, las promesas, los ríos de gente en La Raza, las sobredosis de tabaco, la necedad de seguir caminando, los baños cagados de la Ciudadela, los baños limpios del bazar artesanal de Coyoacán, las mariposas para Paty, las pocas fotos, el ya poco dinero, el metro vacío, la media luz, los libros piratas, los dolores de muela para principiantes, la desesperación de la soledad resignada, las playeras de Don Ramón, el fuego, el ruido de los cláxones, los charcos, las casas enormes, las casas jodidas, las noches difuminadas, la espuma de la pluma verde, Temporada de Patos, los sentimientos de autosuficiencia por andar viajando solo, el malestar estomacal, las idas al cajero, las ideas volátiles, los pulmones y pies cansados, la podredumbre de la maldita necesidad de que en verdad me saliera un rayo por las orejas.)

En el D.F., siendo turista, la vida se te convierte en un revoltijo agridulce, amargo y acanelado por el café, podrido por la fugacidad de todo lo abstracto de este país y su bizarrismo mágico, e indescriptible por la interminable sensación de estar en la única ciudad que parece un resumen del mundo.



3. Sinaloa (Costa Rica)



Los lichis, los mangos, los cayos de hacha, los cuéntame cómo te fue y el terrible miedo de ya no volver a ver a los abuelos. Lo demás me lo guardo.