martes, 26 de mayo de 2009

Experiencia de un ateo en la sierra Tarahumara

Durante varias semanas después de haber regresado de Rosabichi, Chihuahua, no quise relatarle casi a nadie mi experiencia; simplemente sentía que las palabras no tendrían sentido porque no podrían explicar nada si no era de una forma superficial y calculadora; además, era mi experiencia y no quería irla reinventando al hablar y hablar más sobre ella; sabía que le agregaría y le quitaría detalles y al final terminaría contándole ya a las últimas personas una versión comercial y adaptada de aquella semana, donde las minuciosidades ya no estarían tan claras ni para mí ni para ellos. Dejé al recuerdo asentarse, absorberse, solidificarse justo donde estaba y la verdad fue de lo más gratificante no contarle nada a nadie. Me sentía de lo más honesto conmigo mismo y creo que eso me ayudó a seguir aprendiendo de la experiencia, cosa que muchas veces uno deja de hacer cuando empieza a relatar el recuerdo hasta el cansancio a los que se lo piden, sin saber que nos están pidiendo trasquilarlo y discriminar momentos igual de preciados al intentar relatarles sólo los mejores por cuestiones prácticas; aparte, uno termina hablando de lo que cree que a la persona le parecerá interesante y cae en el enorme error de proyectar la experiencia con historias sobre asuntos meramente anecdóticos y banales, como que el tesgüino sabía a esto o que un señor nos contó esto otro o que me rebané un dedo cortando leña y que en las noches hacía frío. Para qué abrir la boca antes de tiempo por no tener la valentía de decir esto es mío y no te lo cuento, me fue muy bien, deberías ir y punto. Hay que aceptar que las palabras tienen sus límites cuando quieres hablar de una obra de teatro y sólo puedes describir el telón. Pero en fin, ya asentada la experiencia, intentaré hablar un poco de qué pasó en el escenario.
Comenzó el aún-no-viaje con una de las mejores lecciones de paciencia que me han dado y desde ahí me di cuenta de la calidad de personas con las que iba. Que esperaran a mi hermano como si fuera el suyo propio; que cedieran dos horas y media de su tiempo cuarenta y tantas personas sólo para esperar a alguien que no sabían si merecía o no ser esperado. Una vez, llevando a mi familia a una misa en Casa Íñigo, le señalo a mi papá a Mayo dando vueltas por el altar antes de comenzar la ceremonia y le digo: ahí está el cuate que le tuvo más paciencia a tu hijo que tú y yo juntos. Esa fue mi primera lección, que alguien fuera más paciente y tolerante que yo con mi propio hermano. Después vino el camino, alguna película pirata y un buen concierto con motivos de sobra de Sabina. Ya en Creel, después de un menudo blanco grande, un café y algunos faros, me entero que la violencia del narco también llega hasta las más recónditas comunidades tarahumaras, y por causas de una fuerza mayor en lugar de irnos mi hermano, otra chava y yo a Xerocahui, los tres nos uniríamos a un grupo chilango de cuatro mujeres y un hombre que vivirían una semana en Rosabichi, un pueblo cercano que ya no era tan tarahumara. Esperamos a los cinco hasta medio día, a veces sentados sobre las mochilas, a veces riéndonos de todos los viajeros varados a los que el tren les pasó de corrido. Tuve incluso la oportunidad de reconocer al Pato Ávila, recordándolo de la portada de un disco que en su momento desdeñé y que ahora que me interesa saber lo el hombre tiene qué decir, ya no me lo quieren prestar. Él mismo nos llevó más tarde a Rosabichi. Viajamos en la caja de su camioneta por terracería cerca de veinte minutos. Lo que mejor recuerdo del camino es que le dije a mi hermano que tenía algo en la lengua, la sacó y se le llenó de tierra. Llegamos a una comunidad algo desolada atravesando arroyos a medio secar y caminos improvisados por la costumbre. Entramos en una enrejada escuelita verde y descargamos las mochilas y la despensa que habíamos comprado en Creel. En ese momento creo que nadie tenía idea, pero algo debimos haber sentido tal vez una calma desolada o un orgullo ansioso, porque el viaje comenzó en verdad cuando los ocho escuchamos alejarse el motor de la camioneta del padre Pato.

¿Qué fue lo realmente valioso de esa semana? Les puedo decir que la gente, les puedo decir que la experiencia en sí, les puedo decir que el lugar, que las caminatas, que los amigos, que las fogatas, que cocinar con leña, que el café combate, que jugar con los niños y tejer con los ancianos. Les podría incluso decir que todo, que todo fue lo valioso, pero ustedes que también vivieron en una comunidad tarahumara por una semana saben que no es cierto, que hay muchas cosas que disgustan, que como hay satisfacciones enormes hay molestias y rocas en los zapatos. Y saben también que por más que cuenten lo vivido jamás transmitirán todo; que por más que yo cuente lo vivido, si ustedes no son diego, priscila, meche, carla, prieto, fabiola o jorge, no podrán asimilar nada de lo que yo les cuente porque ni siquiera tienen la imagen verdadera del lugar donde estuve. Lo que sí puedo y quiero decirles es que aprendí que para ser más útil en futuros proyectos como este es necesario saber o tener una idea relativa de qué es lo que la gente de la comunidad necesita y lo que están esperando de ti; no debemos esperarnos a ya estar prendiendo el primer trozo de tronco en la estufa para averiguar qué es lo que vamos a hacer en esos días, porque puede que no lleves las herramientas necesarias o no estés listo para darles eso que ellos de ti buscan. Muchos de ustedes se habrán dado cuenta que toma más de tres minutos ganarse la confianza y el verdadero aprecio de la gente (fuera de formalidades y muestras educadas de recibimiento) y que para cuando el grupo apenas comienza a trabajar exitosamente con el pueblo y a ver resultados de tantas horas de acoplamiento, ya es el séptimo día y aquella camioneta que te llevó ha venido a recogerte. Eso es lo único que se puede llegar a planear, el itinerario y algunas supuestas actividades, porque de todo lo demás no tienes ni idea y precisamente por eso vas, a descubrirte en otras condiciones y tal vez a sentirte un poco más bueno.

Soy ateo. Participé lo menos posible durante la semana en la organización de los eventos que llevaban al viacrucis, aunque hice una corona de espinas, arreglé algunas estaciones, leí en el altar y pasé un muy buen tiempo de soledad y reflexión mientras estaba casi solo a media noche en la capilla con el santísimo. La verdad es que por el respeto enorme que le tengo a las creencias religiosas de los demás, preferí no entrar a misa varias veces y mejor tratar de convencer a un chavo de mi edad de que volviera a estudiar para cumplir su sueño de ser profesor de historia, o platicar con algún niño o compartir un cigarro con algún señor y resolverle sus dudas sobre cómo tejer los ojos de dios huicholes, que con tanto empeño habían intentado perfeccionar todos esos días. Me sentía más útil ahí que dentro de la capilla sólo agachando la cabeza por respeto mientras los demás se persignaban. A Rosabichi fui a aprenderles y a darles cosas en las que creo, tal como estoy seguro que lo hicieron carla, meche y fabiola acordándose de las canciones y cantando en misa junto con las niñas, o como lo hicieron jorge y prieto oficiando las ceremonias, o como priscila regalándoles escapularios, o como diego lavándoles los pies y ayudando a construir techos.

Entonces, ¿qué me llevé en verdad? ¿qué fue lo valioso? No encontré un dios porque no lo iba buscando, no regresé sintiéndome más bueno ni mejor samaritano, no regresé creyendo más en la gente ni apreciando más la cultura tarahumara. Me di cuenta que los misioneros necesitan mucho más a las comunidades que las comunidades a los misioneros. Y si en alguno puedo resumir mi experiencia, es en estas ganas infinitas de regresar y quedarme por bastante tiempo en un lugar donde la gente es muchísimo más pobre y feliz que yo.

1 comentario:

  1. "...en un lugar donde la gente es muchísimo más pobre y feliz que yo."

    Muy buen termino:)

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